YO Y PABLO

NO SE PARE AQUÍ, LO BUENO LE ESPERA ABAJO.

En este mundo puedes respirar, comer, leer, hacer el amor, amar, viajar, gritar, cantar, pegar, matar, escribir… En este mundo puedes hacer de todo. Pero lo que a mí me gusta hacer en este mundo es simple: andar solo y con música.
«¡Socialízate! ¡Te vas a quedar más solo que Pedro Sánchez!» gritaban los trabajadores del departamento de socialización de mi cabeza. Justo en la puerta de enfrente se encontraban los de soledad, «No le hagas caso… La soledad te hará feliz y libre…» replicaban. Mientras tanto los de escritura iban tomando apuntes de todo lo que decían. Les resultaba complicado, por no decir imposible, porque comenzaron a salir los trabajadores de todos los departamentos. Los primeros fueron los de vocación. «¡Sal a la calle! Pregunta, pregunta y, sobre todo, pregunta para luego informar, informar y, sobre todo, informar» afirmaban con unas ganas que se desvanecían por momentos. A continuación les siguieron los de realismo, pero no comentaron nada acerca del asunto. Pensaban que mi estado de ánimo no debía depender de departamentos que no pertenecían a mí. Los de positividad -como no podía ser de otra manera- salieron con una sonrisa de oreja a oreja para celebrar el soleado día que hacía. «Pero en Londres está lloviendo», afirmaron contundentemente los de negatividad mientras se secaban las lágrimas. De repente, se hizo el silencio. Se acababa de abrir la puerta del departamento con un solo trabajador, el de cordura. Pocos habían sido los privilegiados en presenciar su figura, encorvada como el asa de su bastón. Sin embargo, cada vez que salía era el encargado de concluir la discusión en cuestión. Como buen intelectual que era, la apertura de su boca se producía en paralelo a la de los oídos del resto de ignorantes. «Si te gusta, adelante». Los de escritura se apresuraban a anotar las comillas con complejo de logo automovilístico para acabar poniendo el punto y final.
Con el beneplácito de mi empresa mental, continué andando con mi música. «Mi música dice el tío… Cómo le gusta apropiarse de las creaciones de otros…» vociferarán los trabajadores de los departamentos de las empresas más infelices. «En efecto, me apodero de cada creación que leo, veo o escucho. Pero no solo yo, sino todos. Os voy a poner un ejemplo: id al cine con el amor de vuestra vida, vuestro mejor amigo o, en definitiva, alguien con el que creáis que compartís todo y más. Pues bien, desde el comienzo de la película cada uno ya la ha hecho suya. Podrán correr vuestras lágrimas con la misma escena y a la misma distancia; pero el pistoletazo de salida -en forma de sentimiento- no será el mismo» respondió mi departamento de cordura. Es más, haga suyo/a este texto. Sí, así, de gratis, se lo regalo. Da igual si me lees desde un iPad o desde el cuarto de baño; si me quieres como para dar la vida por mí o me odias hasta poder matarme. Aunque pensándolo bien, no hace falta ya que se lo regale porque fue de su propiedad en el momento en el que comenzó a leerme.

Normalmente relaciono cada canción con aquello que se pone en mi lugar mientras camino. Pero cómo de impactante sería aquella escena para ni siquiera recordar qué concierto estaba teniendo lugar en mis oídos. Parecía de cine, ya que noté una extraña sensación tras de mí. Y eso que el volumen de la música está puesto lo suficientemente alto como para no oír el golpe cuando me atropellen. De repente, la sensación se convirtió en realidad. Y el niño me adelantó por la derecha. Le envidiaba; le envidiaba porque corría. Cuando te haces mayor, si corres te llaman «cobarde». Pero a él no. Y por eso le envidiaba. O tal vez porque corría sin preocuparse por su destino. O porque disfrutaba el momento. O por ser niño. Aunque, al parecer, era yo el único que se deleitaba con aquella escena. El resto estaba dividido: por un lado, los absortos que solo saben mirar para abajo; que no sé que tendrán entre manos, pero nunca quiero estar así. Y por otro lado, los ancianos que giraban sus manos al son de esas inútiles máquinas. «Señores, lean, vean películas, vayan a Juan y Medio, atosiguen a sus nietos con anécdotas dignas de ser contadas pero no escuchadas. Que a su edad, el físico es lo de menos» me entraron ganas de decirle a aquellos «yos del futuro». Aunque bien se podrían aplicar a la actualidad, solo que cambiando «Juan y medio» por «discoteca» y «nietos» por «esto». Finalmente el niño desapareció, pero no sin antes dar una de esas buenas lecciones, las que se dan sin palabras. «Miradme, soy feliz sin una tecnología en mis manos; soy capaz de correr sin esperar a que la masa lo haga. Soy, yo mismo» dijo sin palabras. En este mundo se puede correr. Pero lo que más le gusta a aquel niño es simple: vivir.

NO ME MIRES ASÍ, NO ESTABA HABLANDO DE TI.


OJOS QUE NO VEN, iPHONE QUE NO ENCIENDE


Lo recuerdo como si fuera ayer. Bueno, realmente fue ayer, de noche. Me sentí un poco Colón. Solo que aquello no era Huelva y no iba con ninguna María que fuera santa. Aunque sí que es cierto que se me acercó una joven -de nombre fulana- que me prometió ver las estrellas y el cielo. En ese momento, Colón se hizo político; porque un tal Pedro -he aquí yo- le respondió con un no rotundo. «No me hagas que te lo pregunte una tercera vez» insistió ella. Pero cuando me di la vuelta para arrearle una hostia ya no estaba allí. O tal vez nunca había estado allí. Sea como fuere, yo persistía en mi objetivo: volver a casa. La verdad es que andaba más desorientado que mi ex-compañero daltónico en la clase de plástica cuando nos pidieron dibujar el arco iris. Como consecuencia, fui infiel a mi portal con otros tres. Aunque finalmente -sin saber cómo- acabé tirándome en la cama. Creo que era la mía. Fue ahí cuando pensé: «si todas las camas tienen lo mismo, su almohada y su colchón, ¿cómo sabemos siempre que donde dormimos es la nuestra? A lo mejor, cada día dormimos en una diferente sin saberlo». Parecía que las eruditas reflexiones se terminarían con un cerrar de ojos, pero -como siempre- me equivocaba. Y después de reflexionar sobre la vida, el amor y la mierda, me acordé lo mal que veía durante el camino de vuelta. Acerqué la mano a la pared para buscar el interruptor, pero ahí también me acordé que justo al lado solía pegar los mocos cuando me daba pereza ir al baño a por un pañuelo. Finalmente, conseguí encender la luz para corroborar lo evidente: veía menos que Amstrong; aunque no sabía si era el que colocó -por primera vez- la luna sobre un chroma, el que se colocaba o el que montaba en bici. Pensé que sería debido a haber ingerido aquel líquido que me ofrecieron a cambio de felicidad, por lo que decidí esperar hasta mañana.

Abrir, cerrar. Abrir, cerrar. Abrir, cerrar. Pero nada. Aquellos objetivos humanos no estaban dispuestos a enfocarse como de costumbre. A diferencia de anoche, por fin podía distinguir con mayor claridad los objetos; aunque no todos. Afortunadamente no estaba perdiendo todos los sentidos. Y pude saborear el salado café. Sin embargo, debía hacer algo cuanto antes. Por ello, recurrí al cerebro humano del siglo XXI, Siri. La estrujé fuerte y le dije: «oculista cercano». «Quizás quiso decir: oculista del ano» me respondió. Después de varias discusiones con ese robot de estupidez humana, pude encontrar uno. Y allí que estaba, frente al edificio que se perdía entre las nubes y que rezaba: «Oculista Ramiro, entras sin ver y sales con un amigo». 

Al entrar en la sala de espera me di cuenta que aquella no era una clínica cualquiera; no tenía revistas de coches y bebés. Sobre las paredes colgaban ojos humanos rodeados de diferentes texturas. Para el niño pequeño, teníamos de Spiderman. Para la choni, de leopardo. Para el rastafari, de hierba. A lo mejor no era ni oculista, sino que -como en las ferias- te pintaba el contorno del ojo de lo que desearas, te hacía la foto y hala un amigo más. Aunque si algo me llamo la atención de aquella siniestra salita fue el silencio imperante que reinaba. Y no era por no haber gente. Había tanta que hasta la señora mayor se había tenido que sentar en las piernas de su hija. Cerré los ojos asiáticamente para fijarme en el rostro de aquella joven. Efectivamente, era la fulana de anoche. «¿Dónde me había metido?» me pregunté. Me dispuse a salir huyendo de allí cuando aquella inmensa verruga me lo impidió. «¿Dónde se cree que va usted?» me interceptó mientras veía cómo se movía a cámara lenta, y ella también. «Venga, pasen todos a la Sala Ramiro su Amigo». Nos dirigíamos en fila y -para no perder ya la costumbre- en silencio. Una vez allí, nos obligaron a relajarnos sobre unos acolchados sillones. Pero nada, ni rastro del famoso Ramiro. De repente, un hombre -tal vez Ramiro, tal vez no- llevaría a cabo su entrada, digna de un líder de la Corea esa de por allí arriba. «Empiecen» ordenó como si acabara de decir: ¡Lancen estos misiles dirección la Corea esa de por allí abajo! A continuación, unos brazos robóticos comenzaron a abrirnos los ojos. Hasta tal punto que noté cómo las pestañas de abajo se confundían con los pelos de la barba; y el párpado superior se adentraba en ese cabo humano llamado entrada. Dos gotas con complejo de Usain Bolt cayeron en cada ojo. «¡Y listo!» dijo Kim Jong-un. Digo... Ramiro, eso Ramiro.

Ya de vuelta en aquella galería de ojos, se comenzaron a oír gritos desgarrados, como si procedieran de un humano falto de algo. Y así era: no veíamos nada. O lo que era peor: no podíamos ver el móvil. Obviamente esto no es un relato de ciencia ficción, sino basado en hechos reales. Los pacientes empezaron a subirse -literalmente- por las paredes. «¿Cómo voy ahora a elegir el filtro perfecto de Instagram para subir mis fotos de comida sana que nunca como?» preguntó el más joven de la sala. Le cortó su propia madre diciendo: «Y yo hijito mío, ¿cómo voy a compartir ese enlace de Facebook que no interesa a nadie?» «Absurdeces dicen ustedes, lo mío es más preocupante. Necesito escribir mi tweet diario; que es a lo que me llega el cerebro: a juntar ciento cuarenta caracteres.» interrumpió un joven mientras estrellaba sus gafas de pasta contra el cristal de uno de esos lindos cuadritos de ojos. Para alterar la normalidad allí estaban ellas. Ahora la hija golpeaba la espalda de la madre suavemente, como esperando un eructito de esta. «¡Nooo! ¡No voy a poder ver las películas» gritó el perturbado. Mejor no digo el género que acompañaba a la palabra «películas», no vaya a ser que algún adulto se asuste. Todo esto, mientras modificaba su postura increpando a unos de esos lindos cuadritos, como si estuviera imitando a uno de sus actores preferidos. Para mi fortuna, apareció aquella verruga y dijo: «Pedro, pase.»

No me había dirigido a ninguna sala, por lo que hice lo que cualquier humano: antes que preguntar, me equivoco. Y allí que fui a la Sala Ramiro su Amigo. Justo cuando abrí una mano anónima se poso sobre la mía y cerró de inmediato la puerta. Aunque esto no impidió que me salpicara sangre, sobre el brazo, procedente de aquella sala. «Tiene que ducharse más a menudo» me dijo aquel hombre -que me sonaba de algo- a la vez que me limpiaba la prueba de que aquello no era un clínica. «Hay que ver qué maleducado soy. Soy Ramiro su amigo, acompáñeme.»

Tras un paseo más largo que el de anoche, llegamos a la correspondiente sala. En consonancia con el resto, aquella también tenía ojos colgados. Y cómo no, estaban pintados con texturas, las mismas para ser más exacto. «Un momento... Aquella era la misma sala que antes...» pensé. Sin embargo, esta vez tenía una mesa en forma de despacho. «Bien, veamos: le acaban de dilatar las pupilas.» dijo mientras ojeaba una carpeta a rebosar de folios. «Sí, a mí y al resto de pacientes. Los cuales estaban en este mismo sitio hace nada, por cierto.» le increpé. «Con respecto a lo de los pacientes, no son pacientes. Realmente son actores que los contratamos para impresionar a nuestros nuevos clientes. Y en cuanto a lo de "este mismo sitio"... A ver si el problema no lo tiene aquí -dijo golpeándose un ojo- sino aquí...» acabó diciendo con el dedo sobre la cabeza. En ese momento fue cuando recordé ese «Pedro, pase». No le había dicho a nadie mi nombre, ni que era mi primera cita. Aterrado por lo que me podían hacer me agarré a la silla y solté: «Mire, no se preocupe por mí. Si casualmente ya veo perfectamente.» La puerta se cerró; me giré y no había nadie. «¿Perfectamente? -pregunto irónicamente mientras se levantaba.- Esto me dice que no. Es más, uff... -dijo salpicando saliva que depararía en el brazo que minutos antes estaba manchado de sangre- Padece usted sueñopía.» acabó afirmando contundentemente por fin. «Pero... -comencé a titubear- ¿Qué es sueñopía?»

CONTINUARÁ... 

Las gotas de sudor hacían cola en mi rostro para acabar en un lugar menos tormentoso, el asfalto. Las piernas persistían en su rencor la una hacia la otra; por lo que ambas seguían huyendo entre ellas lo más rápido que podían. En cambio, los brazos iban acompasados como si estuvieran en la mismísima regata anual de Cambridge contra Oxford en el río Támesis. Corría como si no hubiera un mañana. Sin embargo, de repente decidí pararme. Y hacer algo nuevo: mirar atrás. 
Sin darme cuenta, el decorado de aquel túnel se había modificado. Las blanquecinas luces alumbraban una camilla del mismo color. Aunque para desentonar ya estaban ellos: un grupo de uniformados que conocían a la perfección la función que debían desempeñar. Aunque mi mirada se depositó en uno de ellos. Al fijarme en él detenidamente me percaté de que una mascarilla estaba siendo sujetada por su voluptuosas orejas. Aunque esta no le impedía realizar muecas para saciar los sollozos de un recién nacido. De nuevo, la escena había cambiado repentinamente. Esta vez la situación era diferente pero el sonido ambiente era el mismo: los llantos de aquel bebé. Aunque este no estaba solo, sino acompañado de una pareja -la cual estuvo en el anterior decorado pero sin uniforme alguno- que hacía lo posible por sacarle una sonrisa. Como era de esperar, el paisaje era otro. Además, el niño -que ya no era tan niño- estaba solo. Comenzó a llorar pero en esta ocasión nadie le hacía muecas. Por lo que se limpió el rostro con el mejor pañuelo humano, su mano. Estaba dispuesto a borrar las lágrimas para dibujar una sonrisa. Y así hizo. Aunque justo cuando comenzaba a hacerlo se difuminó la imagen. Ahora tenía una compañía a la cual no conocía. De repente, se levantó de la mesa para echar a correr. Fue ahí cuando recibió una zancadilla que parecía ser la primera de todas. Se le tuvo que acercar un adulto para evitar que siguiera siendo el hazme reír de todos. La consternación se apoderó de mí, por lo que no me di cuenta que el ambiente se había oscurecido, a excepción de una esquina donde se encontraba el ya por entonces joven. Había vuelto a recaer en esa buena costumbre humana: llorar. Sin embargo, esta vez no necesito de la ayuda de un mayor y se incorporó como pudo. Apoyado únicamente sobre sus manos se miraba a sí mismo. Reía a carcajadas; lloraba descomunalmente; fruncía el ceño con rabia; levantaba una de sus cejas en tono curiosos; y volvía a reír. Lo repetía una y otra vez. Así hasta que el mismo se lo creyó. Con el nuevo cambio de escenario, volvía a estar rodeado, muy rodeado. Parecía haber superado el daño de la caída. Aunque conforme pasaba el tiempo se daba cuenta que no todas las caídas llevan al suelo, ni las zancadillas te la ponen con el pie. Al igual que el grano que sale en un día importante, la escena cambió sin avisar. El joven que -por desgracia- ya no tenía mucho de joven pero sí un poco de adulto echaba a andar con un Cola Cao particular en su mano, mezcla de miedo y ganas. A continuación, el decorado se oscureció por completo. Y allí estaba yo escribiendo esto. O usted leyéndolo. ¿Quién sabe? Nadie nos dijo que la vida es ese túnel cuyo final está en un acantilado que se desconoce cuando aparecerá. Pero mientras tanto, disfrutemos del túnel en el que nos ha tocado conducir, ya que muchos otros se encuentran derrumbados y destruidos por la miseria, la guerra y el hambre.
Finalmente, decidí mirar adelante para darme cuenta que sí hay un mañana. Y qué mañana.

CONTINUEMOS



IMAGINE UN TÍTULO LLAMATIVO AQUÍ

«Si te vas, yo también me voy. Si me das, yo también te doy. Mi amor, bailamos hasta las diez. Hasta que duelan los pies». Estas palabras habrán resonado en sus arenosos oídos como las obras de sus vecinos -porque todo el mundo sabe que un vecino solo hace obras en verano-. Si no es así, está usted de enhorabuena. ¡Corra! Cierre esto y váyase de fiesta para celebrarlo. Una vez lo haya hecho (el irse de fiesta y sus consecuencias), vuelva aquí y ya verá que habrá oído la canción de la que escribo las suficientes veces para aborrecerla, como el resto de mortales. Aunque antes de explicar qué sentido tiene la canción aquí, me gustaría depositar en su rutinaria mente la siguiente cuestión: si hubieran bailado hasta las ocho, ¿qué parte del cuerpo le hubiera dolido a la hembra de la pareja? En el caso de no haber respondido con la rima fácil, cierre esto y dedíquese a la poesía. Pero bueno, que me voy por las ramas; a este paso termino esto y ya hay hasta gobierno (chiste con la falta de gobierno, menuda originalidad...).
Para entenderlo todo, me deberé remontar a finales de junio. Más en concreto, a la mañana del lunes 27. El resto de comunes lo veía como un comienzo de semana más, pero no así para un servidor. Ponía punto y final a una época de estudios perfumada con aroma a agobios. Todo esto acompañado -por supuesto- de una ristra de papeles que me despojaban de mi condición de humano para catalogarme con la fidelísima insignia de «un número más». Sin embargo, los últimos fueron los más excitantes. Me prometían como premio la droga más aditiva del hombre, y de la mujer, y del niño y la niña, y de todos, dinero. Y allí que fui. Pero para nada; acabaría volviendo con las manos en los bolsillo. Aunque no por no haber recibido la dosis monetaria, ya que de haber sido así no hubiera sucedido al instante; sino porque solo a mí se me ocurre vestir camiseta azul cielo en pleno inicio de verano. Y para más inri, a las dos de la tarde. Teniendo esto como consecuente que se oscurecieran dos zonas de la prenda que ya se puede usted imaginar. Viernes 13, martes 13 y lunes 27... Las desdichas se acrecentaban por momentos. Nos eliminarían (por cierto: ¡cómo cuesta a un español generalizar cuando se trata de derrotas!) de una Eurocopa que será recordada únicamente por las hostias que se metían rusos e ingleses. Porque fútbol, lo que se dice fútbol, poco, o ninguno. Sin embargo, las emociones también entienden de erecciones. Y es que la noche mejoraría por la compañía. Aunque una vez despedida de esta, parecía que el día acabaría como empezó: deambulando con la soledad de las calles.
Pero no todas las evidencias son verdad, ni todas las Cenicientas se acuestan a las doce. Y allí estabas tú, en el mejor lugar que uno se puede encontrar con su amante, la cama.  El tiempo había pasado, menos para ti. Seguías como siempre: dispuesta a darlo todo. «Te he echado de menos» te dije en cuanto te vi aparecer. Pocos humanos han oído esas palabras pronunciadas por un servidor, pero contigo es diferente. Contigo no me importa repetirlas hasta que mueras. Porque un día -espero que nunca- morirás, y yo moriré contigo. Pero no me gusta hablar de tiempo, ya que cuando estoy contigo este se detiene delante de la puerta de mi habitación olvidándose que algún día deberá decir: «El futuro os espera». Aunque puestos a hablar del mando de la vida, marquemos el de rebobinar. Cierto es que las últimas escenas que se reproducen son de noches separados; y yo aquí, que reconozco toda la culpa. En cambio, el verano llegó para recargarnos las pilas de ese mando del que antes te hablé. Se dice pronto pero son dos años y pico (vete tú a saber cuántos meses son «pico») juntos. Aunque estoy seguro que lo nuestro comenzó mucho antes de que nosotros lo supiéramos. Aquella noche estuviste como siempre para acabar como nunca. Me decepcionaste. Me tomé un lujo que añoraba: despertarme sin alarma. Sin embargo, ya te habías ido cuando me levanté. No sabía a dónde ni con quién, pero no me atreví a preguntártelo al volver la noche siguiente. Supuse que esta noche no. Pero ese «no» fue de político; vamos que me equivoqué. Ya habías empezado tu nueva costumbre: abandonarme antes de que la diera al play del nuevo día. Y ahí fue cuando cobró sentido en mí ese «si te vas, yo también me voy». Es decir, ¿de qué me sirve estar solo en la cama sin ti? Antes presumía de ti frente al que quisiera, pero ahora no puedo porque -como dijo un Iglesias, no el que canta ni el político, sino el otro- «si te vas», pues «yo también me voy». Además, a nadie le interesa que me despierte conmigo mismo; pero -al parecer- muchos admiran que me levante a tu lado. Y puestos a ser melómanos -por qué no decirlo-, contigo me siento un poco (un poco mucho) «Under preassure»; siento que cada momento vivido es peor que el anterior; siento que nunca voy a estar a la altura de la pasada noche. Pero nada, tú sigues volviendo cuando me acuesto y marchándote cuando me levanto. Pero hoy no, hoy me rebelo ante ti. Dispuesto a escribir todo esto que tú me acabas de decir.

"Feliz San Marketing"

380.000.000 resultados en Google cuando lo buscas. Infinidad de Trending Topics (asuntos más tratados en Twitter) que aluden a su presencia. Listas repletas en Spotify que -dicen- hablar sobre él. Perdón, hice la descripción antes que la presentación. Les presento el invento que nunca se inventó; la sensación que nunca se pudo, ni se podrá explicar; el motivo por el que hacer locuras sin que nadie entienda, el amor.Tan solo son cuatro letras, pero qué cuatro letras. Una "A" de arpas, que es la insonora melodía cuando aparece. Una "M" de mariposas, las cuales revolotean por tu frigorífico humano. Una "O" de odio, que sientes cada vez que no estás en su compañía. Y una "R" de ridículo, que es lo que un servidor ha hecho escribiendo estas palabras. Nadie duda de la hermosura, preciosidad encanto y demás adjetivos pomposos que acarrea el amor. Sin embargo, poner punto y final aquí sería como presentar un arma y no decir que puede matar. Es decir, un trabajo no te gusta de verdad hasta que no soportas una bronca de tu jefe, acudes a una reunión el día de tu cumpleaños, o continuas trabajando tras finalizar tu horario lectivo. Pues con el amor resulta prácticamente lo mismo. Obviamente no existe un "horario amorivo" ni nada por el estilo. Aunque sí bien es cierto que sucesos como aguantar más de un minuto frente a su persona cuando su rostro es todo un rebaño de pestañas y legañas; "perder el apetito" para que la comida termine en su paladar y no en el tuyo;  ir a un ballet cuando lo único que conoces de él es algo llamado Cascanueces, y realmente no comprendes la relación que puede guardar un cascanueces con un ballet; o acudir a un partido de fútbol sabiendo únicamente que Cristiano Ronaldo publicita unos calzoncillos cuanto menos excitante. El anuncio, claro. Todo esto y mucho más hacen de este un amor verdadero. Sinceramente el principal motivo de esta entrada era criticar el Día de San Valentín, en el que el amor debe ser elevado a la máxima potencia mientras el resto de días puede estar perfectamente dividido entre cero. Aunque -al parecer- el Corte Inglés y sus demás "compis capitalistas" han conseguido que hoy, 14 de febrero, vuelva a escribir sobre amor. Tras no hacerlo desde que tuviera menos pelo, pero la misma experiencia. Escribiendo, claro.

"Amar, que no matar"

Me enorgullezco de ser gaditano, andaluz y español. Pero, en ocasiones, dudo de mi orgullo cuando cuestionan mi hombría. Y no es porque no esté seguro de ella, sino por las atrocidades que llegan a acometer los miembros de mi mismo género por la hermosura antes tratada, el amor. Me considero una persona tolerante, pero en esta materia no soy capaz de ello. El amor -si así se le puede llamar a los que ellos dicen sentir- no puede ser sinónimo de violencia psicológica, económica, sexual ni física. Ningún hombre debe poder quitarle la vida a quien se la dio, una mujer. Sin embargo, el hombre solo aprieta el gatillo de esa arma llamada machismo. Pero la sociedad nos encargamos de que sigan existiendo. Armas que se esconden tras películas de "amor" en las que una débil hembra andará en busca de su media naranja, de su príncipe azul, quien justo en la última escena del largometraje plantará sus "carnosos labios" sobre los "dulces" de la dama. Tras pasillos rosas de El Corte Inglés. Tras "canciones" de reggaeton en las que la mujer es un mero juguete. Tras la masiva contratación de periodistas hembras que atraen al espectador masculino por su físico que, según la sociedad, es "perfecto". Tras anuncios de colonia que publicitan el machismo, la superficialidad. Es decir, todo menos la colonia. Tras insultos que son pronunciados comúnmente   Todo ello, y demás defectos no son más que ladrillos de este palacio llamado machismo en el que -sin apenas darnos cuenta- continuamos desde el momento en el que nos trajo aquí ella, una mujer.

"A veces, pequeñas diferencias marcan grandes errores humanos"

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