YO Y MI AMANTE


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«Si te vas, yo también me voy. Si me das, yo también te doy. Mi amor, bailamos hasta las diez. Hasta que duelan los pies». Estas palabras habrán resonado en sus arenosos oídos como las obras de sus vecinos -porque todo el mundo sabe que un vecino solo hace obras en verano-. Si no es así, está usted de enhorabuena. ¡Corra! Cierre esto y váyase de fiesta para celebrarlo. Una vez lo haya hecho (el irse de fiesta y sus consecuencias), vuelva aquí y ya verá que habrá oído la canción de la que escribo las suficientes veces para aborrecerla, como el resto de mortales. Aunque antes de explicar qué sentido tiene la canción aquí, me gustaría depositar en su rutinaria mente la siguiente cuestión: si hubieran bailado hasta las ocho, ¿qué parte del cuerpo le hubiera dolido a la hembra de la pareja? En el caso de no haber respondido con la rima fácil, cierre esto y dedíquese a la poesía. Pero bueno, que me voy por las ramas; a este paso termino esto y ya hay hasta gobierno (chiste con la falta de gobierno, menuda originalidad...).
Para entenderlo todo, me deberé remontar a finales de junio. Más en concreto, a la mañana del lunes 27. El resto de comunes lo veía como un comienzo de semana más, pero no así para un servidor. Ponía punto y final a una época de estudios perfumada con aroma a agobios. Todo esto acompañado -por supuesto- de una ristra de papeles que me despojaban de mi condición de humano para catalogarme con la fidelísima insignia de «un número más». Sin embargo, los últimos fueron los más excitantes. Me prometían como premio la droga más aditiva del hombre, y de la mujer, y del niño y la niña, y de todos, dinero. Y allí que fui. Pero para nada; acabaría volviendo con las manos en los bolsillo. Aunque no por no haber recibido la dosis monetaria, ya que de haber sido así no hubiera sucedido al instante; sino porque solo a mí se me ocurre vestir camiseta azul cielo en pleno inicio de verano. Y para más inri, a las dos de la tarde. Teniendo esto como consecuente que se oscurecieran dos zonas de la prenda que ya se puede usted imaginar. Viernes 13, martes 13 y lunes 27... Las desdichas se acrecentaban por momentos. Nos eliminarían (por cierto: ¡cómo cuesta a un español generalizar cuando se trata de derrotas!) de una Eurocopa que será recordada únicamente por las hostias que se metían rusos e ingleses. Porque fútbol, lo que se dice fútbol, poco, o ninguno. Sin embargo, las emociones también entienden de erecciones. Y es que la noche mejoraría por la compañía. Aunque una vez despedida de esta, parecía que el día acabaría como empezó: deambulando con la soledad de las calles.
Pero no todas las evidencias son verdad, ni todas las Cenicientas se acuestan a las doce. Y allí estabas tú, en el mejor lugar que uno se puede encontrar con su amante, la cama.  El tiempo había pasado, menos para ti. Seguías como siempre: dispuesta a darlo todo. «Te he echado de menos» te dije en cuanto te vi aparecer. Pocos humanos han oído esas palabras pronunciadas por un servidor, pero contigo es diferente. Contigo no me importa repetirlas hasta que mueras. Porque un día -espero que nunca- morirás, y yo moriré contigo. Pero no me gusta hablar de tiempo, ya que cuando estoy contigo este se detiene delante de la puerta de mi habitación olvidándose que algún día deberá decir: «El futuro os espera». Aunque puestos a hablar del mando de la vida, marquemos el de rebobinar. Cierto es que las últimas escenas que se reproducen son de noches separados; y yo aquí, que reconozco toda la culpa. En cambio, el verano llegó para recargarnos las pilas de ese mando del que antes te hablé. Se dice pronto pero son dos años y pico (vete tú a saber cuántos meses son «pico») juntos. Aunque estoy seguro que lo nuestro comenzó mucho antes de que nosotros lo supiéramos. Aquella noche estuviste como siempre para acabar como nunca. Me decepcionaste. Me tomé un lujo que añoraba: despertarme sin alarma. Sin embargo, ya te habías ido cuando me levanté. No sabía a dónde ni con quién, pero no me atreví a preguntártelo al volver la noche siguiente. Supuse que esta noche no. Pero ese «no» fue de político; vamos que me equivoqué. Ya habías empezado tu nueva costumbre: abandonarme antes de que la diera al play del nuevo día. Y ahí fue cuando cobró sentido en mí ese «si te vas, yo también me voy». Es decir, ¿de qué me sirve estar solo en la cama sin ti? Antes presumía de ti frente al que quisiera, pero ahora no puedo porque -como dijo un Iglesias, no el que canta ni el político, sino el otro- «si te vas», pues «yo también me voy». Además, a nadie le interesa que me despierte conmigo mismo; pero -al parecer- muchos admiran que me levante a tu lado. Y puestos a ser melómanos -por qué no decirlo-, contigo me siento un poco (un poco mucho) «Under preassure»; siento que cada momento vivido es peor que el anterior; siento que nunca voy a estar a la altura de la pasada noche. Pero nada, tú sigues volviendo cuando me acuesto y marchándote cuando me levanto. Pero hoy no, hoy me rebelo ante ti. Dispuesto a escribir todo esto que tú me acabas de decir.

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SOBRE EL AUTOR

Este mundo de hoy va demasiado deprisa: quieren conocerme cuando no lo he hecho ni yo todavía.

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