YO Y EL OCULISTA ASESINO

OJOS QUE NO VEN, iPHONE QUE NO ENCIENDE


Lo recuerdo como si fuera ayer. Bueno, realmente fue ayer, de noche. Me sentí un poco Colón. Solo que aquello no era Huelva y no iba con ninguna María que fuera santa. Aunque sí que es cierto que se me acercó una joven -de nombre fulana- que me prometió ver las estrellas y el cielo. En ese momento, Colón se hizo político; porque un tal Pedro -he aquí yo- le respondió con un no rotundo. «No me hagas que te lo pregunte una tercera vez» insistió ella. Pero cuando me di la vuelta para arrearle una hostia ya no estaba allí. O tal vez nunca había estado allí. Sea como fuere, yo persistía en mi objetivo: volver a casa. La verdad es que andaba más desorientado que mi ex-compañero daltónico en la clase de plástica cuando nos pidieron dibujar el arco iris. Como consecuencia, fui infiel a mi portal con otros tres. Aunque finalmente -sin saber cómo- acabé tirándome en la cama. Creo que era la mía. Fue ahí cuando pensé: «si todas las camas tienen lo mismo, su almohada y su colchón, ¿cómo sabemos siempre que donde dormimos es la nuestra? A lo mejor, cada día dormimos en una diferente sin saberlo». Parecía que las eruditas reflexiones se terminarían con un cerrar de ojos, pero -como siempre- me equivocaba. Y después de reflexionar sobre la vida, el amor y la mierda, me acordé lo mal que veía durante el camino de vuelta. Acerqué la mano a la pared para buscar el interruptor, pero ahí también me acordé que justo al lado solía pegar los mocos cuando me daba pereza ir al baño a por un pañuelo. Finalmente, conseguí encender la luz para corroborar lo evidente: veía menos que Amstrong; aunque no sabía si era el que colocó -por primera vez- la luna sobre un chroma, el que se colocaba o el que montaba en bici. Pensé que sería debido a haber ingerido aquel líquido que me ofrecieron a cambio de felicidad, por lo que decidí esperar hasta mañana.

Abrir, cerrar. Abrir, cerrar. Abrir, cerrar. Pero nada. Aquellos objetivos humanos no estaban dispuestos a enfocarse como de costumbre. A diferencia de anoche, por fin podía distinguir con mayor claridad los objetos; aunque no todos. Afortunadamente no estaba perdiendo todos los sentidos. Y pude saborear el salado café. Sin embargo, debía hacer algo cuanto antes. Por ello, recurrí al cerebro humano del siglo XXI, Siri. La estrujé fuerte y le dije: «oculista cercano». «Quizás quiso decir: oculista del ano» me respondió. Después de varias discusiones con ese robot de estupidez humana, pude encontrar uno. Y allí que estaba, frente al edificio que se perdía entre las nubes y que rezaba: «Oculista Ramiro, entras sin ver y sales con un amigo». 

Al entrar en la sala de espera me di cuenta que aquella no era una clínica cualquiera; no tenía revistas de coches y bebés. Sobre las paredes colgaban ojos humanos rodeados de diferentes texturas. Para el niño pequeño, teníamos de Spiderman. Para la choni, de leopardo. Para el rastafari, de hierba. A lo mejor no era ni oculista, sino que -como en las ferias- te pintaba el contorno del ojo de lo que desearas, te hacía la foto y hala un amigo más. Aunque si algo me llamo la atención de aquella siniestra salita fue el silencio imperante que reinaba. Y no era por no haber gente. Había tanta que hasta la señora mayor se había tenido que sentar en las piernas de su hija. Cerré los ojos asiáticamente para fijarme en el rostro de aquella joven. Efectivamente, era la fulana de anoche. «¿Dónde me había metido?» me pregunté. Me dispuse a salir huyendo de allí cuando aquella inmensa verruga me lo impidió. «¿Dónde se cree que va usted?» me interceptó mientras veía cómo se movía a cámara lenta, y ella también. «Venga, pasen todos a la Sala Ramiro su Amigo». Nos dirigíamos en fila y -para no perder ya la costumbre- en silencio. Una vez allí, nos obligaron a relajarnos sobre unos acolchados sillones. Pero nada, ni rastro del famoso Ramiro. De repente, un hombre -tal vez Ramiro, tal vez no- llevaría a cabo su entrada, digna de un líder de la Corea esa de por allí arriba. «Empiecen» ordenó como si acabara de decir: ¡Lancen estos misiles dirección la Corea esa de por allí abajo! A continuación, unos brazos robóticos comenzaron a abrirnos los ojos. Hasta tal punto que noté cómo las pestañas de abajo se confundían con los pelos de la barba; y el párpado superior se adentraba en ese cabo humano llamado entrada. Dos gotas con complejo de Usain Bolt cayeron en cada ojo. «¡Y listo!» dijo Kim Jong-un. Digo... Ramiro, eso Ramiro.

Ya de vuelta en aquella galería de ojos, se comenzaron a oír gritos desgarrados, como si procedieran de un humano falto de algo. Y así era: no veíamos nada. O lo que era peor: no podíamos ver el móvil. Obviamente esto no es un relato de ciencia ficción, sino basado en hechos reales. Los pacientes empezaron a subirse -literalmente- por las paredes. «¿Cómo voy ahora a elegir el filtro perfecto de Instagram para subir mis fotos de comida sana que nunca como?» preguntó el más joven de la sala. Le cortó su propia madre diciendo: «Y yo hijito mío, ¿cómo voy a compartir ese enlace de Facebook que no interesa a nadie?» «Absurdeces dicen ustedes, lo mío es más preocupante. Necesito escribir mi tweet diario; que es a lo que me llega el cerebro: a juntar ciento cuarenta caracteres.» interrumpió un joven mientras estrellaba sus gafas de pasta contra el cristal de uno de esos lindos cuadritos de ojos. Para alterar la normalidad allí estaban ellas. Ahora la hija golpeaba la espalda de la madre suavemente, como esperando un eructito de esta. «¡Nooo! ¡No voy a poder ver las películas» gritó el perturbado. Mejor no digo el género que acompañaba a la palabra «películas», no vaya a ser que algún adulto se asuste. Todo esto, mientras modificaba su postura increpando a unos de esos lindos cuadritos, como si estuviera imitando a uno de sus actores preferidos. Para mi fortuna, apareció aquella verruga y dijo: «Pedro, pase.»

No me había dirigido a ninguna sala, por lo que hice lo que cualquier humano: antes que preguntar, me equivoco. Y allí que fui a la Sala Ramiro su Amigo. Justo cuando abrí una mano anónima se poso sobre la mía y cerró de inmediato la puerta. Aunque esto no impidió que me salpicara sangre, sobre el brazo, procedente de aquella sala. «Tiene que ducharse más a menudo» me dijo aquel hombre -que me sonaba de algo- a la vez que me limpiaba la prueba de que aquello no era un clínica. «Hay que ver qué maleducado soy. Soy Ramiro su amigo, acompáñeme.»

Tras un paseo más largo que el de anoche, llegamos a la correspondiente sala. En consonancia con el resto, aquella también tenía ojos colgados. Y cómo no, estaban pintados con texturas, las mismas para ser más exacto. «Un momento... Aquella era la misma sala que antes...» pensé. Sin embargo, esta vez tenía una mesa en forma de despacho. «Bien, veamos: le acaban de dilatar las pupilas.» dijo mientras ojeaba una carpeta a rebosar de folios. «Sí, a mí y al resto de pacientes. Los cuales estaban en este mismo sitio hace nada, por cierto.» le increpé. «Con respecto a lo de los pacientes, no son pacientes. Realmente son actores que los contratamos para impresionar a nuestros nuevos clientes. Y en cuanto a lo de "este mismo sitio"... A ver si el problema no lo tiene aquí -dijo golpeándose un ojo- sino aquí...» acabó diciendo con el dedo sobre la cabeza. En ese momento fue cuando recordé ese «Pedro, pase». No le había dicho a nadie mi nombre, ni que era mi primera cita. Aterrado por lo que me podían hacer me agarré a la silla y solté: «Mire, no se preocupe por mí. Si casualmente ya veo perfectamente.» La puerta se cerró; me giré y no había nadie. «¿Perfectamente? -pregunto irónicamente mientras se levantaba.- Esto me dice que no. Es más, uff... -dijo salpicando saliva que depararía en el brazo que minutos antes estaba manchado de sangre- Padece usted sueñopía.» acabó afirmando contundentemente por fin. «Pero... -comencé a titubear- ¿Qué es sueñopía?»

CONTINUARÁ... 

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SOBRE EL AUTOR

Este mundo de hoy va demasiado deprisa: quieren conocerme cuando no lo he hecho ni yo todavía.

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