YO Y EL TÚNEL

Las gotas de sudor hacían cola en mi rostro para acabar en un lugar menos tormentoso, el asfalto. Las piernas persistían en su rencor la una hacia la otra; por lo que ambas seguían huyendo entre ellas lo más rápido que podían. En cambio, los brazos iban acompasados como si estuvieran en la mismísima regata anual de Cambridge contra Oxford en el río Támesis. Corría como si no hubiera un mañana. Sin embargo, de repente decidí pararme. Y hacer algo nuevo: mirar atrás. 
Sin darme cuenta, el decorado de aquel túnel se había modificado. Las blanquecinas luces alumbraban una camilla del mismo color. Aunque para desentonar ya estaban ellos: un grupo de uniformados que conocían a la perfección la función que debían desempeñar. Aunque mi mirada se depositó en uno de ellos. Al fijarme en él detenidamente me percaté de que una mascarilla estaba siendo sujetada por su voluptuosas orejas. Aunque esta no le impedía realizar muecas para saciar los sollozos de un recién nacido. De nuevo, la escena había cambiado repentinamente. Esta vez la situación era diferente pero el sonido ambiente era el mismo: los llantos de aquel bebé. Aunque este no estaba solo, sino acompañado de una pareja -la cual estuvo en el anterior decorado pero sin uniforme alguno- que hacía lo posible por sacarle una sonrisa. Como era de esperar, el paisaje era otro. Además, el niño -que ya no era tan niño- estaba solo. Comenzó a llorar pero en esta ocasión nadie le hacía muecas. Por lo que se limpió el rostro con el mejor pañuelo humano, su mano. Estaba dispuesto a borrar las lágrimas para dibujar una sonrisa. Y así hizo. Aunque justo cuando comenzaba a hacerlo se difuminó la imagen. Ahora tenía una compañía a la cual no conocía. De repente, se levantó de la mesa para echar a correr. Fue ahí cuando recibió una zancadilla que parecía ser la primera de todas. Se le tuvo que acercar un adulto para evitar que siguiera siendo el hazme reír de todos. La consternación se apoderó de mí, por lo que no me di cuenta que el ambiente se había oscurecido, a excepción de una esquina donde se encontraba el ya por entonces joven. Había vuelto a recaer en esa buena costumbre humana: llorar. Sin embargo, esta vez no necesito de la ayuda de un mayor y se incorporó como pudo. Apoyado únicamente sobre sus manos se miraba a sí mismo. Reía a carcajadas; lloraba descomunalmente; fruncía el ceño con rabia; levantaba una de sus cejas en tono curiosos; y volvía a reír. Lo repetía una y otra vez. Así hasta que el mismo se lo creyó. Con el nuevo cambio de escenario, volvía a estar rodeado, muy rodeado. Parecía haber superado el daño de la caída. Aunque conforme pasaba el tiempo se daba cuenta que no todas las caídas llevan al suelo, ni las zancadillas te la ponen con el pie. Al igual que el grano que sale en un día importante, la escena cambió sin avisar. El joven que -por desgracia- ya no tenía mucho de joven pero sí un poco de adulto echaba a andar con un Cola Cao particular en su mano, mezcla de miedo y ganas. A continuación, el decorado se oscureció por completo. Y allí estaba yo escribiendo esto. O usted leyéndolo. ¿Quién sabe? Nadie nos dijo que la vida es ese túnel cuyo final está en un acantilado que se desconoce cuando aparecerá. Pero mientras tanto, disfrutemos del túnel en el que nos ha tocado conducir, ya que muchos otros se encuentran derrumbados y destruidos por la miseria, la guerra y el hambre.
Finalmente, decidí mirar adelante para darme cuenta que sí hay un mañana. Y qué mañana.

CONTINUEMOS


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SOBRE EL AUTOR

Este mundo de hoy va demasiado deprisa: quieren conocerme cuando no lo he hecho ni yo todavía.

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